LA SAGA
Descubre una saga donde ciencia, memoria y divinidad se entrelazan

En Tierra de Dioses no es solo una historia.
Es una búsqueda.
Una saga donde la ciencia y la filosofía no se enfrentan, sino que se complementan.
Donde el conocimiento no se mide solo en fórmulas, sino también en preguntas que aún no sabemos hacernos.
Aquí, la ciencia no explica el mundo para quitarle misterio, sino para revelarlo más profundamente.
Y la fe no se destruye: se reinterpreta.
Porque toda fe que teme ser cuestionada, ya está condenada a volverse dogma.
Esta historia cuestiona el origen de nuestras creencias.
Nos invita a pensar que quizás el cristianismo no nació como religión,
sino como una forma de vida, una propuesta ética, una filosofía que fue domesticada con los siglos.
En Tierra de Dioses también busca devolver dignidad a quienes la historia degradó.
A los marginados.
A las voces silenciadas.
A las mujeres borradas de los relatos sagrados.
Esta saga no pretende dar respuestas definitivas,
sino abrir portales hacia una nueva forma de entender el pasado.
Porque tal vez, al reescribir lo que fuimos,
podamos descubrir lo que todavía estamos destinados a ser.

¿QUIENES SOMOS REALMENTE?
Desde el amanecer de la humanidad, esta ha sido la gran pregunta.
¿Somos el resultado fortuito de una evolución sin propósito,
o la consecuencia de una intervención deliberada desde las estrellas?
Platón, en su Timeo, ya hablaba de una humanidad anterior a la nuestra,
de civilizaciones olvidadas cuyos conocimientos venían «del cielo».
Mircea Eliade nos recordó que, para muchas culturas antiguas,
el tiempo verdadero empezó cuando los dioses descendieron y enseñaron.
Pero, ¿y si esos “dioses” no eran más que viajeros avanzados?
¿Y si la historia de nuestra especie no comenzó en la Tierra, sino en la memoria olvidada de otra civilización?
En Tierra de Dioses se mueve en ese filo: entre mito y posibilidad, entre arqueología y resonancia.
Allí donde los textos sagrados y los códices prohibidos coinciden en símbolos,
pero difieren en interpretación.
¿Es nuestra fe el eco de una tecnología incomprendida?
¿Es nuestra libertad presente el resultado de decisiones verdaderamente humanas,
o de una educación impuesta desde lo alto,
transmitida generación tras generación como revelación sagrada?
La saga no propone una verdad única.
Sugiere que el conocimiento, cuando se vuelve vertical y excluyente,
deja de ser sabiduría y se transforma en control.
Y entonces surge la duda:
¿acaso el cristianismo primitivo fue, más que una religión,
una forma de recordar lo que alguna vez fuimos?
En Tierra de Dioses plantea la posibilidad de que no estamos solos en el cosmos…
pero aún más inquietante: que nunca lo hemos estado.
¿Y si la divinidad no vino a observarnos desde fuera,
sino a sembrarse en nosotros desde dentro?

¿QUE ES EL TIEMPO?
El tiempo nos rodea, nos contiene… y sin embargo, no lo comprendemos del todo.
Para la física clásica, como dijo Newton, el tiempo es absoluto: una flecha constante que avanza desde el pasado hacia el futuro.
Pero en el siglo XX, Einstein nos enseñó que el tiempo es relativo. Que no existe sin el espacio. Que puede dilatarse, curvarse, desacelerarse.
Desde la ciencia, el tiempo es una coordenada más. Una propiedad emergente del universo.
Para algunos físicos cuánticos, como Carlo Rovelli, ni siquiera existe como lo entendemos: solo hay relaciones entre eventos.
Pero los filósofos han sospechado algo más profundo desde hace milenios.
San Agustín se preguntó: “¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo, no lo sé.”
Heráclito veía el tiempo como un río: siempre fluyendo, siempre distinto.
Nietzsche, en cambio, habló del “eterno retorno”: la idea de que todo vuelve, una y otra vez, si no aprendemos del pasado.
En En Tierra de Dioses, el tiempo no es una línea recta.
Es una espiral.
Una historia que se repite, no porque esté condenada a hacerlo, sino porque olvidamos demasiado.
Porque lo que no se recuerda… se repite.
En este universo, el tiempo guarda secretos.
Registra, oculta y —a veces— revela.
Y quizás, como sospechaban los pueblos antiguos, el tiempo no sea solo una dimensión.
Sino una forma de conciencia.

¿EXISTE EL DESTINO?
El ser humano ha oscilado siempre entre dos certezas incómodas:
que todo está escrito… o que nada lo está.
Para los antiguos griegos, el destino era un tejido. Las Moiras lo hilaban desde el nacimiento.
En el estoicismo romano, el destino era ley natural: aceptarlo era sabiduría, resistirse, sufrimiento.
Pero en la física moderna, el determinismo clásico —ese que regía como un reloj perfecto— se desmorona.
La mecánica cuántica nos revela un universo de incertidumbre,
donde las partículas no tienen trayectorias predestinadas, sino probabilidades.
¿Significa eso que somos libres?
¿O simplemente que no podemos calcular todos los factores?
En En Tierra de Dioses, el destino no es una prisión, ni una excusa.
Es una posibilidad.
La saga explora si hay líneas que conectan los hechos más allá del azar.
Si las decisiones que tomamos están guiadas por algo más profundo:
resonancias, memorias heredadas, voluntades que cruzan el tiempo.
¿Y si el destino no fuera lo que va a pasar, sino lo que debe recordarse?
¿Y si la historia se niega a desaparecer,
hasta que alguien la mire de frente y elija qué hacer con ella?
No para repetirla.
Sino para redimirla.

¿QUÉ ES LA FE?
La fe ha sido, para muchos, refugio. Para otros, prisión.
Ha inspirado obras eternas… y guerras interminables.
Para los antiguos, la fe no era una doctrina, sino una forma de relación:
con el misterio, con lo invisible, con lo que da sentido a la existencia.
Kierkegaard la llamó “un salto”.
Un acto que no se puede justificar racionalmente,
pero que define quiénes somos en lo más íntimo.
Pero cuando la fe se transforma en sistema,
deja de ser búsqueda y se vuelve frontera.
Dogma, institución, poder.
En En Tierra de Dioses, la fe no se niega.
Se reinterpreta.
No como obediencia a lo incuestionable,
sino como resonancia profunda con aquello que nos trasciende.
La saga plantea una posibilidad:
que lo que hoy llamamos religión
comenzó como conocimiento.
Como ética.
Como ciencia que no sabíamos traducir.
¿Y si el cristianismo primitivo no era un dogma,
sino una forma de vida basada en la dignidad, la igualdad y el recuerdo?
¿Y si aquello que llamamos “milagro”
fue, en realidad, tecnología espiritual olvidada?
La fe, aquí, no es rendición.
Es valentía.
No es esperar que alguien nos salve…
Es la decisión de mirar al cielo
y atreverse a preguntar quién lo escribió.

¿QUÉ ES EL AMOR?
Decimos «amor» como si lo supiéramos,
como si no lo hubiéramos confundido tantas veces con miedo,
con apego, con vacío mal disimulado.
Decimos «amor» como si nombrarlo bastara para entenderlo.
Pero el amor no se explica.
Se recuerda.
No es una emoción fugaz ni una necesidad disfrazada de entrega.
Es una vibración antigua.
Un eco que nos precede y nos trasciende.
En En Tierra de Dioses, el amor no es un premio.
Es una prueba.
No es la recompensa por haber hecho lo correcto,
sino la voluntad de seguir caminando cuando todo se rompe.
Es la fuerza que desafía las leyes del mundo conocido.
La que permite a Ethan y Aurora permanecer juntos,
aún cuando la ciencia se desborda y la historia amenaza con repetir sus errores.
Es el reconocimiento profundo entre Naia e Ithiel,
que va más allá del dolor, del deber, de la forma.
Es el acto por el cual lo divino no observa desde lejos,
sino que elige encarnarse.
No por mandato… sino por amor.
Los antiguos no lo llamaban “salvación”.
Lo llamaban agapé, lo llamaban eros,
lo entendían como un lazo que no aprisiona, sino que libera.
No hay magia que funcione sin amor.
No hay ciencia que importe si no transforma la vida que toca.
En esta saga, el amor no resuelve.
Pero revela.
No repara lo irremediable,
pero nombra lo que fue silenciado.
Es la memoria viva de lo que aún puede redimirse.
Es el aliento que permite perdonar lo imperdonable,
no por debilidad… sino por humanidad.
Es el impulso que da vida a una hija concebida entre mundos,
una niña que no representa el final de una historia,
sino su redención.
El amor, en En Tierra de Dioses, no se dice.
Se elige.
Y, como toda elección verdadera…
duele.
Pero también ilumina.
Porque en un mundo donde hasta la divinidad ha sido manipulada,
el amor sigue siendo la única fuerza que, incluso sin alas,
nos enseña —de verdad— a volar.